El Silencio Que Oprime
La Desaparición de 33 Niños Venezolanos en Estados Unidos
En el entramado de las relaciones internacionales, la geopolítica y los conflictos diplomáticos, a menudo se olvida que las decisiones de los gobiernos tienen un impacto directo y a veces brutal en la vida de las personas. En los últimos años, un caso ha resurgido con fuerza, recordándonos la fragilidad de la infancia ante los vaivenes políticos: el de los 33 niños venezolanos que, según diversas fuentes, siguen separados de sus padres en Estados Unidos. Este no es un simple conflicto migratorio; es una herida abierta que clama por justicia y humanidad.
La narrativa que ha rodeado este caso es compleja y a menudo tergiversada. En un contexto de tensas relaciones entre Venezuela y Estados Unidos, estos 33 niños se convirtieron en peones involuntarios. Según relatos de sus familiares y denuncias de organizaciones humanitarias, estos menores fueron arrancados de sus hogares y de sus padres, en su mayoría bajo la excusa de protegerlos. Sin embargo, la “protección” que se les ha brindado dista mucho de ser un acto de misericordia. La reubicación en hogares sustitutos, a menudo en lugares desconocidos para sus familias biológicas, es una forma de desarraigo que deja cicatrices emocionales profundas.
La pregunta que surge es inevitable: ¿qué justifica que se separe a un niño de su familia, de su identidad y de su cultura, bajo la justificación de un conflicto político? La respuesta, en este caso, parece ser que nada lo justifica. La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por casi todos los países del mundo, establece de manera inequívoca que la familia es el entorno fundamental para el crecimiento y bienestar de los menores. El principio de interés superior del niño, que debería guiar cualquier decisión que afecte a un menor, parece haber sido ignorado en este caso. La separación prolongada de un niño de sus padres puede tener consecuencias devastadoras para su desarrollo emocional y psicológico, consecuencias que no se mitigan con la promesa de una vida mejor en un país extranjero.
El silencio que ha rodeado este tema es, quizá, lo más perturbador. A pesar de las peticiones de las familias y el clamor de algunos activistas, el caso de estos 33 niños no ha recibido la atención mediática y diplomática que merece. Se ha invisibilizado el sufrimiento de unos padres que claman por ver a sus hijos, y el de unos niños que, en su inocencia, no entienden por qué han sido despojados del amor y el cuidado de sus verdaderos progenitores. Este silencio no es neutral; es un acto de complicidad que perpetúa el dolor y la injusticia.
Es hora de que las voces se alcen. No se trata de tomar partido en un debate político, sino de defender los derechos más básicos de la infancia. Los 33 niños venezolanos no son un símbolo, una ficha de cambio o un argumento político; son seres humanos con derecho a crecer junto a sus familias. El gobierno de Estados Unidos, y cualquier otra entidad involucrada, tiene la obligación moral y legal de esclarecer esta situación, de garantizar el derecho de estos niños a reencontrarse con sus padres y de poner fin a esta dolorosa separación. La humanidad y la justicia no deberían ser moneda de cambio en el tablero de la geopolítica. Deben ser el faro que guíe cada una de nuestras acciones
EDV-NOTICIAS
Jesús Fernando Rodríguez Prieto
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En el entramado de las relaciones internacionales, la geopolítica y los conflictos diplomáticos, a menudo se olvida que las decisiones de los gobiernos tienen un impacto directo y a veces brutal en la vida de las personas. En los últimos años, un caso ha resurgido con fuerza, recordándonos la fragilidad de la infancia ante los vaivenes políticos: el de los 33 niños venezolanos que, según diversas fuentes, siguen separados de sus padres en Estados Unidos. Este no es un simple conflicto migratorio; es una herida abierta que clama por justicia y humanidad.
La narrativa que ha rodeado este caso es compleja y a menudo tergiversada. En un contexto de tensas relaciones entre Venezuela y Estados Unidos, estos 33 niños se convirtieron en peones involuntarios. Según relatos de sus familiares y denuncias de organizaciones humanitarias, estos menores fueron arrancados de sus hogares y de sus padres, en su mayoría bajo la excusa de protegerlos. Sin embargo, la “protección” que se les ha brindado dista mucho de ser un acto de misericordia. La reubicación en hogares sustitutos, a menudo en lugares desconocidos para sus familias biológicas, es una forma de desarraigo que deja cicatrices emocionales profundas.
La pregunta que surge es inevitable: ¿qué justifica que se separe a un niño de su familia, de su identidad y de su cultura, bajo la justificación de un conflicto político? La respuesta, en este caso, parece ser que nada lo justifica. La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por casi todos los países del mundo, establece de manera inequívoca que la familia es el entorno fundamental para el crecimiento y bienestar de los menores. El principio de interés superior del niño, que debería guiar cualquier decisión que afecte a un menor, parece haber sido ignorado en este caso. La separación prolongada de un niño de sus padres puede tener consecuencias devastadoras para su desarrollo emocional y psicológico, consecuencias que no se mitigan con la promesa de una vida mejor en un país extranjero.
El silencio que ha rodeado este tema es, quizá, lo más perturbador. A pesar de las peticiones de las familias y el clamor de algunos activistas, el caso de estos 33 niños no ha recibido la atención mediática y diplomática que merece. Se ha invisibilizado el sufrimiento de unos padres que claman por ver a sus hijos, y el de unos niños que, en su inocencia, no entienden por qué han sido despojados del amor y el cuidado de sus verdaderos progenitores. Este silencio no es neutral; es un acto de complicidad que perpetúa el dolor y la injusticia.
Es hora de que las voces se alcen. No se trata de tomar partido en un debate político, sino de defender los derechos más básicos de la infancia. Los 33 niños venezolanos no son un símbolo, una ficha de cambio o un argumento político; son seres humanos con derecho a crecer junto a sus familias. El gobierno de Estados Unidos, y cualquier otra entidad involucrada, tiene la obligación moral y legal de esclarecer esta situación, de garantizar el derecho de estos niños a reencontrarse con sus padres y de poner fin a esta dolorosa separación. La humanidad y la justicia no deberían ser moneda de cambio en el tablero de la geopolítica. Deben ser el faro que guíe cada una de nuestras acciones.
EDV-NOTICIAS
Jesús Fernando Rodríguez Prieto
de las relaciones internacionales, la geopolítica y los conflictos diplomáticos, a menudo se olvida que las decisiones de los gobiernos tienen un impacto directo y a veces brutal en la vida de las personas. En los últimos años, un caso ha resurgido con fuerza, recordándonos la fragilidad de la infancia ante los vaivenes políticos: el de los 33 niños venezolanos que, según diversas fuentes, siguen separados de sus padres en Estados Unidos. Este no es un simple conflicto migratorio; es una herida abierta que clama por justicia y humanidad.
La narrativa que ha rodeado este caso es compleja y a menudo tergiversada. En un contexto de tensas relaciones entre Venezuela y Estados Unidos, estos 33 niños se convirtieron en peones involuntarios. Según relatos de sus familiares y denuncias de organizaciones humanitarias, estos menores fueron arrancados de sus hogares y de sus padres, en su mayoría bajo la excusa de protegerlos. Sin embargo, la “protección” que se les ha brindado dista mucho de ser un acto de misericordia. La reubicación en hogares sustitutos, a menudo en lugares desconocidos para sus familias biológicas, es una forma de desarraigo que deja cicatrices emocionales profundas.
La pregunta que surge es inevitable: ¿qué justifica que se separe a un niño de su familia, de su identidad y de su cultura, bajo la justificación de un conflicto político? La respuesta, en este caso, parece ser que nada lo justifica. La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por casi todos los países del mundo, establece de manera inequívoca que la familia es el entorno fundamental para el crecimiento y bienestar de los menores. El principio de interés superior del niño, que debería guiar cualquier decisión que afecte a un menor, parece haber sido ignorado en este caso. La separación prolongada de un niño de sus padres puede tener consecuencias devastadoras para su desarrollo emocional y psicológico, consecuencias que no se mitigan con la promesa de una vida mejor en un país extranjero.
El silencio que ha rodeado este tema es, quizá, lo más perturbador. A pesar de las peticiones de las familias y el clamor de algunos activistas, el caso de estos 33 niños no ha recibido la atención mediática y diplomática que merece. Se ha invisibilizado el sufrimiento de unos padres que claman por ver a sus hijos, y el de unos niños que, en su inocencia, no entienden por qué han sido despojados del amor y el cuidado de sus verdaderos progenitores. Este silencio no es neutral; es un acto de complicidad que perpetúa el dolor y la injusticia.
Es hora de que las voces se alcen. No se trata de tomar partido en un debate político, sino de defender los derechos más básicos de la infancia. Los 33 niños venezolanos no son un símbolo, una ficha de cambio o un argumento político; son seres humanos con derecho a crecer junto a sus familias. El gobierno de Estados Unidos, y cualquier otra entidad involucrada, tiene la obligación moral y legal de esclarecer esta situación, de garantizar el derecho de estos niños a reencontrarse con sus padres y de poner fin a esta dolorosa separación. La humanidad y la justicia no deberían ser moneda de cambio en el tablero de la geopolítica. Deben ser el faro que guíe cada una de nuestras acciones.
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Jesús Fernando Rodríguez Prieto
de 33 Niños Venezolanos en Estados Unidos
En el entramado de las relaciones internacionales, la geopolítica y los conflictos diplomáticos, a menudo se olvida que las decisiones de los gobiernos tienen un impacto directo y a veces brutal en la vida de las personas. En los últimos años, un caso ha resurgido con fuerza, recordándonos la fragilidad de la infancia ante los vaivenes políticos: el de los 33 niños venezolanos que, según diversas fuentes, siguen separados de sus padres en Estados Unidos. Este no es un simple conflicto migratorio; es una herida abierta que clama por justicia y humanidad.
La narrativa que ha rodeado este caso es compleja y a menudo tergiversada. En un contexto de tensas relaciones entre Venezuela y Estados Unidos, estos 33 niños se convirtieron en peones involuntarios. Según relatos de sus familiares y denuncias de organizaciones humanitarias, estos menores fueron arrancados de sus hogares y de sus padres, en su mayoría bajo la excusa de protegerlos. Sin embargo, la “protección” que se les ha brindado dista mucho de ser un acto de misericordia. La reubicación en hogares sustitutos, a menudo en lugares desconocidos para sus familias biológicas, es una forma de desarraigo que deja cicatrices emocionales profundas.
La pregunta que surge es inevitable: ¿qué justifica que se separe a un niño de su familia, de su identidad y de su cultura, bajo la justificación de un conflicto político? La respuesta, en este caso, parece ser que nada lo justifica. La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por casi todos los países del mundo, establece de manera inequívoca que la familia es el entorno fundamental para el crecimiento y bienestar de los menores. El principio de interés superior del niño, que debería guiar cualquier decisión que afecte a un menor, parece haber sido ignorado en este caso. La separación prolongada de un niño de sus padres puede tener consecuencias devastadoras para su desarrollo emocional y psicológico, consecuencias que no se mitigan con la promesa de una vida mejor en un país extranjero.
El silencio que ha rodeado este tema es, quizá, lo más perturbador. A pesar de las peticiones de las familias y el clamor de algunos activistas, el caso de estos 33 niños no ha recibido la atención mediática y diplomática que merece. Se ha invisibilizado el sufrimiento de unos padres que claman por ver a sus hijos, y el de unos niños que, en su inocencia, no entienden por qué han sido despojados del amor y el cuidado de sus verdaderos progenitores. Este silencio no es neutral; es un acto de complicidad que perpetúa el dolor y la injusticia.
Es hora de que las voces se alcen. No se trata de tomar partido en un debate político, sino de defender los derechos más básicos de la infancia. Los 33 niños venezolanos no son un símbolo, una ficha de cambio o un argumento político; son seres humanos con derecho a crecer junto a sus familias. El gobierno de Estados Unidos, y cualquier otra entidad involucrada, tiene la obligación moral y legal de esclarecer esta situación, de garantizar el derecho de estos niños a reencontrarse con sus padres y de poner fin a esta dolorosa separación. La humanidad y la justicia no deberían ser moneda de cambio en el tablero de la geopolítica. Deben ser el faro que guíe cada una de nuestras acciones.
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